El lienzo de Wittgenstein
Por Francisco Camps
Para decir papá son dos golpes secos en la rodilla izquierda, recordó Justina. Sonó los zarpazos en su cabeza, mientras que el doble de golpes, más suaves, sobre la rodilla derecha, era mamá, y pensó: ¿Hermano? ¿Cómo nos llamamos a nosotros? Quiso decirle esto a Gael, pero el chico estaba tan absorto, mirando el cielo azul seco con las pestañas al aire como gusanos de terciopelo, zambullido en sus propios pensamientos. Ante el azote del viento, Gael hundía sus manos como si navegara esa masa invisible y tibia. Ante la llegada del abuelo, sus pasos furtivos poblando toda la casa, de aquí para allá, un toque delicado de labios, de arriba abajo, como si se persignaran, abonando el silencio para advertir su arribo a la sala y prolongar ese silencio compartido; su panóptico era la hamaca, observando tanto como nosotros: los ojos color avellana se posaban con delicadeza y cansancio a través de los hilachos podridos de la hamaca; parecía haber visto todo antes, como si el futuro fuese un mapa profético leído hace tanto, desprovisto de originalidad.
Cuando aprendieron a distinguir el sonido de lluvia del agua estancada, dejaron de hablar. Al principio, el abuelo se preocupó, «estos carricitos andan en algo», decía, pero como constató que no movían un alfiler, aprovechaba el resto de las tardes para dormir. Se despertaba poco antes de la llegada de mamá, frisando las seis de la tarde, cuando el cielo azul mudaba su velo a violáceo. Mamá siempre estaba afuera: salía en la mañanita aun a oscuras, Gael durmiendo y Justina desperezándose en el pasillo de las habitaciones despidiéndola a lo lejos, y ella a las carreras inundaba el pasillo de crema de albaricoque y perfume cítrico, taconeando hasta la salida y lanzando besos hasta dar el portazo de la puerta. A ella no le preocupó esa costumbre taciturna; en la mayoría de los casos llegaba tan cansada que parecía conocer de cabo a rabo las reglas, y ser aprendiz de primer nivel del sistema. La tarea diaria de los chicos era, en lo posible, hacer todo bien: Gael arreglaba las camas, Justina limpiaba los cuartos y la sala, y si el abuelo olvidaba fregar los trastes, ellos dos lo resolvían con piedra, papel o tijeras. Esto escindía a mamá de gritar, llamarles la atención por algún reguero y esperar una respuesta precisa.
Los sábados y domingos los pasaban con papá. Esto era muy sencillo: en su casa, mucho más grande y lujosa, Gael jugaba a sus anchas videojuegos. Durante las mañanas, luego del desayuno, tostadas, cereal, zumo de naranja y/o yogurt, Gael prendía el Play: Gran Turismo, boxeo, béisbol, siempre con Alí, Durán, Seattle con Griffey Jr., botándola de jonrón y esos autos ruidosos poblando la habitación como si estuviese en algún circuito europeo. Mientras, Justina leía bajo la castaña, meciéndose arriba, tumbada entre la silla de raíces. Una tarde dominical, Gael rasgó sus palmas con dos dedos desde el mueble de la sala — como podrán inferir, esto es señal de amenaza — , y una melena ceniza se acercaba desde lejos, se agacha, besa a Gael y sus labios se mueven muy rápido, sin dejar de asomar una sonrisa amplia, blanca. Una niña, pequeña como Gael, secunda a la mujer: sostiene un perrito prieto, de ojos nerviosos. Ella no se mueve; es una versión pequeña de aquella mujer: nariz respingada, piel tostada, altiva, delgada, hombros rectos y ojos secos.
Papá entra con unas bolsas, va a la cocina como un espectro, abre la puerta y llama: «Justi, Justi, ven nena», vuelve con ellos, se detiene detrás de la mujer que no para de hablar, papá la observa, la mujer también, la chica acaricia al perrito y Gael ve el automóvil detenido a mitad de la carrera.
Marilyn y Virginia, madre e hija, treinta y pocos y siete años, respectivamente. Les gusta el violeta y la aguamarina, se combinan el color de sus uñas, pintadas con estrellas fosforescentes, con las sandalias y el bolso (la niña vio las uñas carcomidas de Justina, cuarteadas, con los punticos blancos, cúmulo de mentiras). Fifi le ladró, no parece gustarle ese cabello enmarañado. Papá esbozó una sonrisa tímida. Gael dio por terminado el juego, todos los demás llegaron a la meta, odiaba perder, «Juega tranquilo», dijo Marilyn, su voz es agradable, pensó Justina, aunque algo chillón, desinhibido: ¿algún día dejaría de hablar como mamá? “También me gustan sus labios cubiertos de carmín con destreza”, pensó Justina, “serían los labios más lindos sellados”. Por alguna extraña razón, los adultos desconfían del lenguaje, pero sólo unos pocos lo saben. «Son tímidos», dijo papá. «Son niños», dijo Marilyn mostrando nuevamente su dentadura perfecta.
Al cabo de un rato, papá invita a Marilyn a la cocina: abrirá su mejor botella de vino, embriagaran la sala de chistes y risas, voces estridentes, luego el clásico «ya volvemos». Olvidando decir «no hagan nada», salen en su camioneta y, en un par de horas, papá vuelve solo, extasiado. Trae comida china o pizza, dice un par de cosas en la mesa y se despide con un beso antes de dormir. Eso ha sucedido con la morena de pelo aindiado larguísimo, la pelirroja odiosa y con Marián, aquella reportera de rostro pálido y hermoso.
Esa noche fue distinta. Cenaron todos juntos. Virginia rechazó la carne y verduras, «esa niña es así, malaboca», rieron. La niña con la bemba hinchada golpeteando la mesa con la rodilla. «Virginia, compórtate». Papá habló de sus negocios y viajes, China, Turquía, su extravío en un mercado de Estambul, la luz prístina en el invierno de Varsovia, «ese frío hijoeputa», aunque esa vez cambió la palabra por demonio — que extrañamente, Virginia había predicho con su golpeteo a la mesa — . Gael, como siempre, fue el primero en terminar de comer, pararse de la mesa con una leve inclinación, «ay, qué galante», dijo la mujer, Virginia lo siguió, tomó a Fifi del piso, comía unas galletas y ambos, Gael y Virginia, se sentaron en el mueble de la sala. Papá habló de mamá, trece años de matrimonio, «nos casamos cuando ella estaba hinchada de esta nena», le picó el ojo — esto es, en nuestro sistema, arrepentimiento — . Marilyn le sonrío, volvió sobre papá, las verduras y la carne se enfriaban en el plato, y su mirada, despreocupada y triunfante, iba del vino a los labios gruesos de papá y la melena a lo Elvis. Marilyn habló de su ex como si fuese un amigo íntimo de nosotros: Miguel esto, Miguel aquello, los carros que tenía, el desdén por la madre de ella, y su trato frío con la chiquilla, «la niña siempre vuelve más triste», y para cuando iba a comenzar a llorar, salí a la sala. Gael sostenía a Fifi. Ladró desenfrenado, «¡Cállate, Fifi!» gritó Marilyn, y Virginia lo acariciaba, algo le decía a Gael al oído, mirándome por el rabillo del ojo, detesto eso, y en ese momento Justina fue a decirle a papá que las verduras sabían a hojas disecadas, desabridas, lo opuesto a las de mamá, olvidando en su trajín si las saló. Papá no entendió las señas de Justina, la miro extrañado y dijo escuetamente: «Está bien, nena». Pero Gael sí las descifró. No sonrió. Sus ojos eran secos, poblado de raíces bermejas. Soltó al perro que deambuló por toda la casa hasta orinar cerca del mueble. «Fifi, por dios, malo, malo» dijo Virginia, y cargó al perro para ofrecerle dos tanganas en el trasero. «¿Qué sucede?» grita Marilyn desde la cocina, y la niña: «nada, nada», y vuelve a decirle algo en el oído a Gael; Justina tocó sus hombros y el dedo índice lo llevó a su mejilla izquierda. Él no responde al llamado, Justina vuelve a hacerlo, nada. Ella se sienta en el mueble, a su lado, tocó sus oídos y las pestañas, pero nada, Gael estaba infranqueable, observando al perro y a Virginia, buscando esas similitudes que dicen algunos tienen las mascotas con sus dueños. El rostro perlado de Gael se avinagra cuando está molesto, y sus manos se entrelazaron bajo sus muslos — todavía nos debatimos si eso es «odio» o «desasosiego» — . Cesaron de escucharse voces en la cocina; dos dedos sobre la frente apuntando el cielo, y no hubo respuesta esperada. Virginia rio como si lo hubiese entendido. Ella hizo un par de señas incoherentes, insignificantes, y Gael sonrió, se acercó a su oreja a soplarla, le gusta ella, y la niña acarició su cuello dos veces, una vez, luego el silencio de su mano sombreando el pecho.
— Papá — Justina hacía las respectivas señas en la cocina, mientras él besaba grotescamente a Marilyn — Gael te odia.
Justina pensó que le iba a salir mal, pero Gael entendió perfectamente lo que hizo
— ¿A qué juegan? — preguntó papá con su brazo de collar sobre Marilyn — . Nunca los entiendo.
Lo mismo preguntó Gael en señas: ¿A qué juegas?
— Déjala, seguro es divertido — dijo Marilyn — ¿Verdad, tesoro?
Y Virginia fue a responderle a la mamá con las mismas señas sin propósito, incoherentes: por sus movimientos tan rápidos, ella supo que la odiaba, o eso creyó por la severidad y lectura de su rostro — sus ojitos se habían colorado, al igual que sus mejillas y la naricita y por la empuñadura de sus manos, quería descuartizarla, o era Justina la que proyectaba esa imagen — .
Todo se volvió, de repente, una torrencial necesidad de decir cosas. Vinieron los dimes y diretes (en señas) de ambas niñas — como dos chiquillas que detienen los adultos en la mitad de la sala, abochornadas, frente a los demás familiares y amigos, exhortándolas y aupándolas entre aplausos a que compitan cantando mientras mecen sus cabellos — hasta que Gael interrumpió todo con un gritó a pulmón limpio:
— Papá.
— ¿Qué sucede? ¿Por qué gritas? — dijo papá saliendo de la cocina.
— Mamá te engañó.
— ¿Por qué dices eso? Juega con las niñas y compórtate — dijo papá colérico y volvió a sentarse al lado de Marilyn, a tomar, vaciar y llenar la copa de vino.
Papá estaba en alguno de sus viajes. Tal vez China, o Vietnam. Mamá llegaba del trabajo, como siempre, frisando la noche y recibía a los chicos a besos. Una tarde-noche, Gael tenía fiebre. Acostado en la cama, el abuelo le colocaba compresas de agua fría, y cuando se quedó dormido en su hamaca, Justina lo siguió haciéndolo. No le bajaba la fiebre. Para animarlo, ella le decía que estaría bien; en algún momento vas a expulsar ese fuego, dijo sonriéndole, como un dragón. A golpe de las nueve, luego de hacerle un emparedado con jamón y queso amarillo, el cual se enfrío sobre la mesita, llega un auto lujoso, blanco. Se estaciona frente a la casa. Hacía viento afuera; los árboles se mecían sin parar y una ramita acariciaba la ventana del cuarto. Gael se levantó de la cama.
— Acuéstate — dijo Justina susurrando.
— No — respondió él pegadito a la ventana.
— Bueno, pero ve y apaga la luz.
Ambos quedaron iluminados con los destellos de afuera. Entre el follaje del cedro, vieron a mamá abrir la puerta del auto lujoso, asomar su muslo desnudo y bronceado, además del tacón negro levemente inclinado, y a través del parabrisas, difuso, se acercó para besar al acompañante espectral.
— Gael — dijo Justina, observando sus ojos con raíces bermejas, e hizo una especie de cruz en sus labios.