Jauría
Por Verónica Silva Alsina
Desde que Eduardo me dejó no hago más que mirar por las ventanas. Duermo poco y trato de mantenerme lejos del caos del exterior. Hace seis meses que no salgo del apartamento. Creo que ya no lo extraño. Disfruto inmensamente esta vida a medias, este encierro voluntario en un séptimo piso. Ya sé que todos estamos solos, que somos diminutas polillas viendo la ciudad en medio de la noche, animales enjaulados por la violencia del mundo. Eso carece de importancia, yo disfruto mi soledad.
Carezco de un propósito social. Por un lado, a mis amigos se los llevó la depresión. Es lo mejor, muchos se aburrieron de citar frases de autoayuda y búsqueda espiritual. Nadie puede ayudar a quien no se ayuda a sí mismo. Lo escuché tantas veces que ya no podía contener las carcajadas. No planeo ayudarme, no confío en mí. Por otra parte, mi trabajo me permite hacer un horario tan nocivo para la salud como esté dispuesta. Me gusta esta posición de la miseria: aislada, en pijama, fumando cantidades absurdas de marihuana y, sobre todo, mirando por la ventana. Eso es lo que importa. Mi único contacto con el mundo son las tres ventanas que rodean el apartamento.
Cuatro, si contamos la pequeña del baño, pero de allí no se ve mucho. Es alta y tiene un marco negro. Solo llego a su altura metiendo un banquito plástico en la regadera. Tres vidrios rugosos la atraviesan, por lo que hay que abrirla hasta la mitad para poder ver la esquina del restaurante chino. Y allí solo pasan cosas aburridas. Jóvenes que salen a fumar, hombres gruesos que hacen negocios intoxicados, parejas de amantes buscando algo de comer a la salida del hotel. Me aburre terriblemente la fauna urbana. Todos somos el mismo grumo sin forma que busca destacar en medio de la soledad y la locura.
Mis favoritas son las otras tres ventanas, donde ocurre algo maravilloso en las madrugadas. Desde la del cuarto se ve la esquina por la que cruzan. Suelen ser tres o cuatro primero. Luego, por breves minutos, puedo ver a toda la manada. No siempre pasa a la misma hora, no usan esta calle todos los días. Pero al menos una vez a la semana aparecían sonrientes por la ventana.
Creo que eso me gustaba de ellos, lo impredecible de sus apariciones. Nunca sabía cuántos serían o en qué momento llegarían. Parecían sonreír mientras corrían, dando vueltas y alborotando a toda la cuadra. Supongo que allí comenzó la obsesión, tomando notas de sus apariciones. Acomodé mi horario para observarlos. Cuántos eran, a qué hora aparecían, con qué frecuencia. Quería saber de dónde venían y hacia dónde iban. ¿Qué secretos de la noche habrían pisado en su viaje? ¿Qué fuerza invisible los unía?
La primera vez que sentí el llamado me pareció una pesadilla. A veces la marihuana da una extraña sensación de paranoia. El cansancio tampoco ayuda. Por eso creí que venían corriendo a buscarme. Que se escurrían entre las rejas del edificio como lo hacen las ratas y llegaban hasta el séptimo piso. Podía sentir las uñas golpeando contra el granito del pasillo, los resoplidos de sus hocicos contra la puerta. Me habían descubierto y ya no podía ser un simple observador. Esa noche me encerré a llorar en el baño y no me calmé hasta que conseguí en la TV una película que hubiese visto al menos diez veces.
La noche siguiente me convencí de haberlo soñado todo. Ellos no me buscaban, solo debía dormir. Serían las 3 de la mañana cuando lo sentí otra vez, esas horas en las que el silencio hace eco dentro de mi cabeza y puedo escuchar el choque de mis pestañas. Desde la cama podía escuchar la vibración de la calle, la atmósfera agitada que anticipaba su llegada. Decidí bajar por primera vez. No sé si los quería ver más de cerca o creía que me reconocerían. Sí, a mí. Quería que fuese oficial mi invitación a su círculo secreto, correr a su lado y vagar por la ciudad. Encontrar un destino en la pérdida y la deriva.
Esa noche no aparecieron. Bajé dos, tres, cuatro veces y no ocurrió nada. ¿Había imaginado el llamado? ¿Por qué me rechazaban ahora? Entendí que no vendrían a mí hasta estar lista. Comencé a estudiar sus movimientos en cuatro patas y dejar pequeñas ofrendas para que entendieran que yo quería formar parte de algo más grande. Tomó algunas semanas, pero funcionó.
El día que finalmente ocurrió, mi cuerpo sentía con anticipación su presencia unas calles más atrás. La adrenalina se apoderaba de mí y sentía un impulso abrumador que me obligaba a correr. A correr sin esperarlos o buscarlos. A correr sin un rumbo calle abajo. Quería saltar, hacer ruido, patear bolsas de basura. Y lo hice, fui libre. Bailé al ritmo de las calles desiertas, entendiendo la magia que obra en las avenidas a medio alumbrar.
Entonces se empezaron a incorporar poco a poco. Algunos más rápidos que yo, otros ladrando y uniéndose al caos nocturno. Agitamos rejas sueltas, chocamos con la oscuridad y fuimos uno solo. Recorrimos la ciudad durante horas, ebrios de vida. Sin amigos, sin familias, sin trabajos. Éramos nosotros contra el fino tejido impuesto por las reglas sociales. A medida que se acercaba la mañana el grupo se fue dispersando, cada uno buscando nuevas rutas para volver a las vidas medias que llevamos; ansiando el próximo encuentro. Los entendí como nadie me ha entendido a mí. Sabía que ya no estaba sola.
He comenzado a dormir mejor desde entonces. También recojo algunas cosas en el supermercado y hasta me he visto sonreír en el espejo. Hay días en los que duermo cómodamente durante la noche y otros en los que doy vueltas en la cama hasta que mi cuerpo explota frenético. Entonces corremos juntos, agitamos todo a nuestro alrededor y nos despedimos a las primeras luces. He conocido lugares a los que nunca me atreví a ir; desandado el camino junto a recogelatas y maratonistas. Anhelo su llegada porque me hace sentir parte de algo más grande que yo. Soy parte de la jauría.
Sobre la autora
Nace en Caracas y aún vive en Caracas. Ha leído cosas en lugares con gente, la mayoría de las veces en contra de su voluntad. También ha tenido la intención de publicar cosas que no termina de escribir. Participó en la Semana de la Narrativa 2019. Cursó estudios en la escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela y actualmente desarrolla su tesis en Escritura Creativa.